Eran las cinco de la tarde. Aquel día hacía un calor de tormenta. El sol salía y se escondía entre las nubes intermitentemente. Estaba cansada de estudiar.
Alguien llamó a la puerta de mi habitación. Era Carmen que me invitaba a salir mientras Migas no paraba de ladrar. Rápidamente me puse los zapatos, saqué las gafas de sol y cogí mi bolso ¡estaba lista!
La brisa estival de Torino ya se hacía notar en el rostro. El parque estaba lleno de gente, parejas que se besaban, niños disfrutando del tobogán vigilados por sus padres, jóvenes corriendo tras un balón. Yo miraba con envidia todo esto: el fin de nuestro erasmus se acercaba. Había sido un año magnifico, me atrevería a decir “el mejor de nuestra vida” al menos por el momento. Aquel último examen era capaz de quitarme de la cabeza todos los grandes recuerdos.
-“Es fácil”, me habían dicho. Quizá para ellos.
Me había presentado en noviembre, en febrero, en abril. Nada que hacer: yo y la informática no nos llevábamos bien. Al día siguiente tendría una última posibilidad, mi última ocasión de hacer las paces con “los Bits” y con el “java”.
El trabajo estaba hilvanado: aquel maldito programa no quería funcionar, aún así yo lo intentaría toda la noche. No había otra alternativa.
El perro de Carmen parecía muy interesado en mi futuro universitario. Había hecho sus necesidades rápidamente, para después salir corriendo hacia casa de nuevo. Obviamente mandaba él. Y si el decía “rápido ¡¡ponte a trabajar!!”, debía correr tras él, volver a casa y continuar con mi tarea frente a mi 12 pulgadas.
Carmen reía. Fácil para ella, que había pasado el examen en la primera convocatoria. Le parecía bastante cómica mi situación, corriendo detrás de Migas.
-“Abre”, le dije bastante cortante al llegar al portal, fingiendo un desinterés por su buen humor.
-“Las llaves las tienes tu”, me contestó también algo seca.
Me bastó un instante para entenderlo.
Un complot universal se había tramado a mis espaldas y yo no podía hacer nada: Carmen, Torino, el profesor, la pantalla de 12 pulgadas, el cosmos, el perro. Malditos. ¿Y si las llaves las hubiese cogido él, El pequeño Migas? Imposible. También aquel saco de pulgas formaba parte de la conspiración.
-“Me parece que esta noche dormimos al raso”, masculló Carmen. Suspiraba con el aire de quién ama la aventura y el imprevisto.
-“Pero yo debo terminar el trabajo. Si no mañana...”.
Una lagrima ya asomaba por mi ojo derecho, mientras yo intentaba mantenerla encerrada en su prisión. No podía darles esa satisfacción a los traidores.
Me asaltó la idea de llamar a los bomberos y entrar por la ventana al nuestro piso, un 3º. Demasiado Indiana Jones pensé.
-“Joder...no puede ser que las dos hayamos olvidado las llaves”.
Mi desahogo no conmovió a Carmen, sin embargo logró poner en funcionamiento las neuronas de su cerebro.
-“¿Y si fuésemos dónde la casera? Ella seguro que tienen una llave de repuesto”.
Perfecto. Faltaba solo encontrar la forma de llegar hasta su casa, a 40 km de Torino. En resumen, teníamos los platos pero faltaba la comida.
-“Gracias Car, buena idea – dije con cierta ironía – ¿Y como llegamos hasta allí?”.
No contestó. Se limitó a darme codazos y guiñarme un ojo.
La conocía demasiado bien, no hacían faltan las palabras.
Marco. Era nuestro vecino, un tímido empleado de banca que rozaba la treintena, y se encontraba de vuelta de su jornada laboral.
Ya desde los primeros meses, su mirada lánguida me había perseguido, pero su timidez había encontrado la mejor aliada en mi mandíbula de acero. Resultado: No se había atrevido a cambiar su discurso diario, un “ciao” era suficiente.
Tuve un momento de vacilación, rápidamente reprimido por la imagen de los 42 dientes del profesor, burlándose sobre la escasa difusión de la informática en España.
-“Perdona – le paré ante la puerta – ¿podemos pedirte un favor?.
Percibí claramente el momento en el qué un martillo neumático se encendió en su pecho.
-“Oh!!! Claro...dime!!!Con mucho gusto.”
-“Nos hemos olvidado las llaves dentro de casa y ahora no podemos entrar. Yo debo estar esta noche en casa”.
-“Oh, lo siento...si queréis...”.
El dedo índice señaló temblando su piso.
-“No gracias, el problema es que tengo que terminar un trabajo para la universidad y necesito solo y exclusivamente mi ordenador”.
El pobrecito se puso a nuestra disposición sin rechistar. Le podría haber pedido llevarme hasta Roma, o incluso hasta la luna, y no habría protestado.
Su fiat punto nos llevó derechos a Carmagnola, dónde obtuvimos las llaves de la esperanza. Después de nuevo “ritorno a Torino”.
Tanto en la ida como en la vuelta, Marco habló poco, pero más de lo que yo esperaba. Lo de siempre: “¿De dónde sois? Yo de aquí.”; “¿Qué estudiáis? Yo he estudiado economía.”; “¿Hasta cuando estáis en el piso? Yo, el mayor tiempo posible. No quiero volver a casa con mis padres. ¿A qué se dedica mi padre? Enseña...”
Nos acompañó hasta casa para asegurarse que no tuviésemos ningún problema más.
Carmen y Migas se despidieron y enseguida desaparecieron. Dijeron que tenían sueño, pero, yo pienso que debían llamar a su jefe para informarle de los acontecimientos: Sabotaje fallido, lo siento por ellos...
Me entretuve unos minutos con mi ‘salvador’. Insistí en que tomase algo, pero él declinó con gentileza.
Sentí pena, me parecía una persona solitaria. Sería esto, la gratitud, o el cansancio lo que me llevó a darle un besazo, un beso inesperado que casi lo mata del susto. El martillo neumático había enloquecido.
Nos saludamos de esta extraña forma y, no se porque, no le volví a ver durante toda la semana. En realidad, si lo sé: era mi última semana erasmus.
¡¡¡Aaah, es verdad, el examen!!!
Salió bien. Aunque mi trabajo no fue algo increíble, conseguí aprobar.
Mi profesor sacó fuera toda su dentadura pero no para burlarse. También para él, era un buen día, quizá porque se aproximaba el fin de curso, quizá por el sol de verano. O, lo que es más probable, porque su hijo había pasado una bella serata con una bella ragazza española.
FOTO: Un atardecer estival desde la ventana del salón de Corso Re Umberto, 153.
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